jueves, 6 de mayo de 2010

EL PATIO DE LOS PERDIDOS CAPÍTULOS VIII Y IX

EL PATIO DE LOS PERDIDOS

CAPITULO VIII


Me gustaría hablar ahora de mis compañeros de clase. Hay de todo, algunos me caen mejor que otros, aunque por suerte no hay nadie que me caiga mal. Cada uno tiene sus particularidades. Más adelante os iré hablando de ellos.

Ahora tenía que acabar unas cuentas de dividir con decimales. ¡Qué pesadilla! diariamente haciendo cuentas, aunque las matemáticas me gustan, llega ya un momento que me aburren.

El otro día tuve la desgracia de olvidarme el cuaderno. Todos los días después de cenar mi madre suelta uno de sus tiritos (ya expliqué, creo, de lo que se trataba):

-¡Vicente, mañana no quiero ninguna nota de tu maestro sobre las ausencias o desapariciones de tus cuadernos o tus libros!, ¿de acuerdo?

-¡Siempre igual mamá! -comenté con cierto tono de enfado mezclado con la resignación de saber que seguía llevando razón, alguna que otra vez ya había pasado. Aún así, le contesté como siempre:

-Vale, vale, ahora después la hago, no te preocupes.

Al final, un pequeño error de cálculo (valga la redundancia, jeje), permitió que el cuaderno de matemáticas se quedará descansando en el segundo estante del armario, justo al lado de las estampas de fútbol, entre el escudo del Levante (es de los más difíciles de conseguir) y la caja de témperas. Este descuido, casi inapreciable para cualquier mortal, fue castigado duramente por mi profesor de matemáticas, al no presentarle las divisiones me invitó (qué ironía la suya) a realizar un número considerable de divisiones, para reforzar mi agilidad mental. Era su manera de asegurar que no tendría ningún otro pequeño error de cálculo. En eso llevaba toda la razón, el cuaderno no se me olvidará ni un día más en todo el trimestre.

Creo que quedé en comentaros algo sobre mis compañeros de clase. Volviendo a ese tema, os explico un poco como veo yo a mis compañeros. En clase hay varios grupos, somos muchos, es normal que cada uno se relacione más con unos que con otros. Donde más se refleja las distintas “asociaciones” que creamos, es en el tiempo de recreo. Algunos salen precipitados, como alma que lleva el diablo, para llegar los primeros al campo de tierra y ponerse a practicar su deporte favorito, el fútbol. A veces, su fanatismo por ese deporte es tal que, hasta olvidan comerse el bocadillo que llevan y cuando toca el timbre lo tienen todavía por la mitad. Otro grupito se arremolina en el bar del colegio para comprar el bocadillo. Parecen “las rebajas”, esas que salen en la televisión donde la gente se pelea y se dan hasta codazos por comprar una prenda, pues igual, vamos… Casi igual, todavía nadie ha llegado a las manos, ¡menos mal! Pero, van sorteando “obstáculos humanos” con una música de fondo muy original que todos los días se repite. Es algo parecida a esta: “DE… TORTILLA, DE…ATÚN CON TOMATE,…TORTILLA CON MAHONESA, UNOS “JUMPERS”, DOS PICOTAS, MEDIO DE JAMÓN…”

Para nosotros y para la familia del bar es el pan nuestro de cada día. Aguantando el tirón, esperando con mucha tranquilidad y paciencia la avalancha humana, se encuentran los dueños del bar. No encuentro más calificativos para que podáis imaginaros lo que se lía allí en un momento, son diez minutos, sí, pero, ¡qué diez minutos! Parece que hoy en día los ánimos están más calmados pero, aún recuerdo cómo algunos niños se subían al mostrador y se colaban dentro de la barra sujetando al hombre del bar para solicitarle su preciado bocata.

Parece que vamos aprendiendo y somos menos efusivos. O quizá haya menos niños que compran ya el bocadillo en el bar y lo traen de casa. No sé cual de las dos hipótesis será la verdadera, o a lo mejor hay muchas otras, ¿quién sabe? Mi madre siempre me deja en la cocina medio bocadillo y un tetra brick de zumo de naranja. Ella insiste en ponerme alguna pieza de fruta, pero yo prefiero la fruta al mediodía.


CAPITULO IX


-Don Ricardo siempre que acababa las clases, preguntaba si alguno quería consultarle alguna duda y se esperaba a las dos de la tarde. No le importaba quedarse a solucionar todas las dificultades que a los alumnos en el curso se nos iba presentando. - Así comenzó Borja a explicarme todo lo que antes mi impaciencia había obligado a posponer.

-Es verdad -repuse yo-, con nosotros también lo hace lo que sucede es que como salimos con tantas ganas de irnos a casa, que casi nadie se queda después de clase para preguntarle por qué es “la casa” el sujeto de esa oración o qué es eso del “complemento circunstancial de modo”.

-Es normal, Vicente, a nosotros nos pasaba tres cuartos de lo mismo –sonrió cómplice Borja antes de continuar con su relato-. Un día al finalizar las clases, al fin me decidí, me acerqué tímidamente hasta que se percató de mi presencia Don Ricardo y me preguntó:

-Borja, tiene algún problema, lo veo algo apurado, ¿qué ocurre?

Con algo de miedo al principio, comencé a explicarle mi situación y, conforme fui hablando un poco más, las palabras volaron de mi boca con mayor claridad y frescura superando el atropellamiento del principio.

Como si de una obra de teatro de esas que hay en el Avanti, Borja me representó toda la conversación que mantuvo con Don Ricardo:

-Mire, desde hace tiempo no consigo concentrarme en la lectura, y el libro voluntario que usted nos mandó, todavía… antes de que terminara la frase –recordó Borja- con media sonrisa se adelantó Don Ricardo diciendo:

-No lo ha empezado, ¿me equivoco?

-No, bueno sí… bueno, más o menos –cuenta Borja que balbuceó.- Ya lo he empezado cuatro veces pero no consigo continuar, se me va la mente en otra cosa.

- Entiendo, lo entiendo perfectamente –le dijo el profesor-.
Mire esa dificultad es más común de lo que piensa, a todos en algún momento nos ha ocurrido. En el fondo, el secreto está dentro de cada uno, lo podríamos llamar: vivenciar el libro. Es decidir, basta con que nos sintamos protagonistas de la historia, que nos involucremos en los personajes, en el contexto.

- Pero, ¿cómo me voy a sentir protagonista de la historia de un libro? -interrumpí sin timidez.

- El contexto. Todo lo que rodea al libro, me refiero al lugar dónde sucede la historia, la época en la que transcurre… toda una serie de aspectos importantes para situar la historia del libro, ¿comprende?

-Claro, claro, ahora sí- empezaba a entender algo.

Vamos a ver muchacho, siéntese cinco minutos más y le intentaré resolver parte del problema –prosiguió Don Ricardo-, aunque la solución está en sus manos, bueno podríamos decir que en su cabeza.

No sabía exactamente que es lo que quería decirme mi profesor, ni tampoco me hacía mucha ilusión que me mandase un libro de esos tostones, de muchas páginas, de los que encima, necesitas el diccionario para comprender lo que dice. Pero ya no había manera de salir, quizá no debí haberle hecho caso a mi madre: ahora se me avecinaba un mayor esfuerzo. Como ya no había marcha atrás pensé que lo mejor era salir del paso. No me imaginaba que todo transcurriría de manera completamente distinta a lo que me imaginé en un principio me imaginé.

-Intente ser muy sincero, Borja. Tranquilo, que sólo voy a preguntarle algo fácil – tanteó el profesor. ¿Qué libro de los que mandé ha escogido usted?

- “El velero azul” -contesté yo con cara de resignación.

-¿Por qué motivo?

-No sé, supongo que porque me regalaron mis tíos hace tiempo y todavía lo tenía en la estantería. Además, no es muy largo.

- Entiendo, pero, ¿cree que le gustará?, ¿ha leído de qué trata?

-Creo que de un barco que navega por varios puertos y un chico se cuela dentro del barco.

-¿Y de verdad ese tema le gusta?

-Pss, ¡qué va! no me gusta, pero algo había que elegir.

-¿Qué cosas le gustan Señor Ramos?

-Pues…el fútbol me encanta, también las videoconsolas, la

Música, el cine, sobre todo las películas de detectives, eso de ir descubriendo cosas me gusta.

-Ah, bien, bien, veo que tiene bastantes aficiones. Oiga si le dijera que le voy a dejar un libro de detectives, ¿qué le parecería?

En el fondo no me gustaba tener que leer nada, pero vistas las circunstancias, y en el punto de mira de mi profesor, no era cuestión de contestarle lo que verdaderamente me salía del alma: ¿no se entera, Don Ricardo?, ¡Qué no quiero leer nada de nada! Pero no era la respuesta más conveniente, y visto que mi situación no era como para tirar cohetes, mi respuesta fue obvia:

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